Había nacido en Tokyo, a pesar de ser inglesa su verdadero apellido era
De Beauvoir y se tuvo que trasladar a Hollywood para seguir rodeada de británicos
desde el principio de su carrera en el cine: Derrick De Marney en Rubia en prenda (Blond Cheat, 1938); le seguiría Cary Grant en Gunga
Din (1939) y más tarde en Sospecha
(Suspicion, 1941), de Alfred
Hitchcock, por la que ganó el Oscar a la mejor actriz; Patrick Knowles y
Herbert Marshall en Abismos (Ivy, 1947); Ray Milland en Algo por que vivir (Something to Live For, 1952); también coincidió con otro ingles, Edmund Gwenn en El
bígamo (1953); y James Mason en Isla
en el sol (1957) pero, sobre todo y para siempre, Laurence Olivier en Rebeca (1940).
Por supuesto que también tuvo galanes franceses como Louis Jourdan y
Charles Boyer, quien era un concertista de renombre en Tuya hasta la muerte, también conocida como La ninfa constante (1943). Y es que los personajes que ejercían el
oficio de la música se repitieron a lo largo de su filmografía -ella misma era una
pianista en Sinfonía otoñal (September Affair, 1950)-, lo cual
incluye al vendedor de gramófonos Bing Crosby en El vals del emperador (1948) y dos tenores: Nino Martini en Music for Madame (1937) y el célebre
Mario Lanza en Serenata (1956).
Dicha galería rebasa, sin embargo, cualquier límite cuando se enamora de
un pretendido pirata francés interpretado por un mexicano en El pirata y la dama (Frenchman’s Creek, 1944). Una película
de la que no guardaba gratos recuerdos. Al menos así es como lo apuntaba en su
autobiografía No es un lecho de rosas (No Bed of Roses). Ahí cuenta que la Paramount había planeado una
producción a todo color para el lanzamiento de un actor que era muy famoso en México
pero desconocido para el público estadounidense. Sin embargo, la dirección del
proyecto se le encomendó a Mitchell Leisen, un experto en musicales que le
prestó mayor atención a la escenografía y el vestuario que a la actuación. Por
ese motivo, Joan Fontaine optó por retirarse a su mansión en Rodeo Drive y no
quería saber más de la película.
Tuvo que regresar después de las predecibles llamadas de abogados, de su agente y hasta del propio productor, el poderoso David O. Selznick, quien le hizo una serie de promesas –según
aseguraba-, finalmente incumplidas. Narraba como la llenaron de pelucas rojas,
faldas amponas, satines, encaje y terciopelo, joyas y tiaras a un grado en el que: “Yo, de Winter en Rebeca, nunca me habría reconocido”.
“Mi coestrella –prosigue-, Arturo de Córdova, no era un hombre alto. Le
tuvieron que poner plataformas a sus botas para que rebasara mi estatura. Se
tambaleaba al caminar. Y su acento no sonaba como el de un francés.”
Suponía que toda esa parafernalia referente al vestuario contribuyó a
restarles movilidad a los actores y por eso era que no se percibían naturales ni
auténticos. “Durante el rodaje, Arturo,
quien me agradaba, y yo, estábamos de pie en nuestras marcas esperando que la cámara
comenzara a filmar. Sabiendo que la película iba a ser un desastre para ambos,
le pregunté por qué la había aceptado. Si él era una de las estrellas más
populares en México, estaba arriesgando mucho al debutar en una película como El pirata y la dama.”
En ese momento, Nigel Bruce y Basil Rathbone, de quienes se había
difundido el chisme de que eran amantes homosexuales –señala la propia
Fontaine-, alcanzaron a escucharla y tergiversaron lo dicho. Al día siguiente
los columnistas del ocio publicaron que ella le habría pedido a de Córdova que “se regresara a México, de donde había
llegado”. La película, termina diciendo, “resultó infeliz en todos los aspectos”.
Sin embargo, cuando refería esto último, ignoraba otro aspecto aún más
trágico. Ante la mirada burlona de su pareja -debido a su peluca y a que
trastabilleaba al andar-, con quien de Córdova vivía entonces y por ese motivo era
asidua visitante del set, Lupe Vélez conocería entre los actores secundarios a un
austríaco que desempeñaba el papel de Edmond. Y serían precisamente para él,
Harald Maresch, sus últimas palabras en una nota de despedida apenas unos meses
después, la noche del 13 de diciembre de 1944, en que se suicidó.
Volviendo con Joan, la siempre candorosa Joan Fontaine, con un Oscar en su bagaje. Tal vez debido a que
todos los ingleses mencionados al principio de esta crónica fallecieron hace
años, esperó a otro no menos famoso, Peter O’Toole, quien murió un par de días
antes que ella, para que la acompañara. Y si Joan Fontaine tenía 96 años, lo
sorprendente es que todavía le sobrevive su hermana mayor, Olivia de Havilland,
de quien Emilio El Indio Fernández
estuvo tan enamorado que le cambió el nombre a la calle en la que vivía en Coyoacán
y la bautizó en su honor como Dulce Olivia.
Joan Fontaine, la inolvidable señora de Winter en Rebeca, había pasado los últimos
años de su vida en el mismo lugar en el que murió: Carmel, Califonia, una
población de la que alguna vez Clint Eastwood fue alcalde. El cine marcó
para siempre todos los aspectos de su vida.
Jules Etienne
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