Aguirre, la ira de Dios (1972), una fábula alucinante de Werner Herzog.

jueves, 29 de diciembre de 2022

AGUIRRE, LA IRA DE DIOS: Un prodigio fílmico


Fue precisamente con esta película que el cineasta alemán Werner Herzog inscribió su nombre en el mapa del cine mundial. Y también sería el punto de partida de una extensa y fructífera colaboración con su protagonista, Klaus Kinski, que acabaría sumando un total de cinco títulos, los cuales incluyen Nosferatu, el vampiro y Fitzca- rraldo.

El 29 de diciembre de 1972 -hoy se cumplen cincuenta años-, se exhibió por primera vez en Alemania y poco después, en mayo, fue incluida en el festival de Cannes, provocando el asombro de público y crítica al enterarse de que el equipo de filmación estuvo compuesto por sólo ocho personas. Mientras que cualquier producción hollywoodense habría recurrido hasta al uso de helicópteros para las tomas más espectaculares, la cámara con la que se filmó Aguirre, la ira de Dios, fue robada por Herzog a la escuela de cine en la que estudiaba.

La epopeya de Lope de Aguirre en el siglo XVI, quien se separa de Gonzalo Pizarro cuando éste lo envía como avanzada en la búsqueda del mítico El Dorado a través del implacable Amazonas -intuyendo lo absurdo de la empresa-, es la historia alucinada de la conquista, ka auténtica fábula de los españoles deslumbrados por la aberrante perspectiva de riqueza que rebasa los límites de la cordura. Pesadilla insomne del oro, realidad y ficción, Aguirre, la ira de Dios es el tour de force de la locura encarnado por Klaus Kinski, que impregna cada fotograma de esta insólita aventura.

Obsesivo, intenso hasta extremos demenciales, Kinski crea y recrea su personaje: "Le digo a Herzog que Aguirre tiene que ser un tullido, porque no tiene que parecer que su poder procede de su físico. Tendré una joroba. Mi brazo derecho será demasiado largo, como el brazo de un mono. El izquierdo en cambio, será demasiado corto, de manera que tenga que llevar sujeta a la parte derecha del pecho -soy zurdo- la vaina de mi espada, en lugar de en la cadera, como es lo habitual. Mi pierna izquierda será más larga que la derecha, de modo que tenga que arrastrarla. Caminaré de lado, como un cangrejo. Tendré el pelo largo, me lo dejaré crecer hasta los hombros antes de que empiece el rodaje." Juntos, Herzog y Kinski vuelan a Madrid para buscar la coraza y las armas que conformarán la indumentaria. Pasan varios días escarbando entre "montañas de chatarra oxidada" hasta finalmente dar con las piezas requeridas.


En un trayecto tan alucinado como el de Apocalipsis (1979), de Coppola, el entorno se erige en villano y éste, a su vez, en el espejismo que consuma la ira de Dios a través del desvarío. Los seres humanos -Pedro de Ursúa (Ruy Guerra) y su mujer, la hermosa Inés de Atienza (Helena Rojo), Fernando de Guzmán (Peter Berling) y el cobarde cura Carvajal (Del Negro), cómplice involuntario de Aguirre por su pasividad-, sucumben ante una fuerza natural que los avasalla, tal y como sucede en el poema de Ernesto Cardenal cuando se refiere a la leyenda de El Dorado, al sur del Amazonas, y los "hombres con sus balsas y sus provisiones para un mes durmiendo bajo la lluvia y el mal tiempo y al aire libre y bajo el sol ardiente y las plantas pegadas en la piel y las ropas mojadas..."


En los créditos iniciales se establece que el único testimonio que subsiste en la actualidad son los diarios del monje Gaspar de Carvajal. Si bien llevan por título Relación del nuevo descubrimiento del famoso río Grande, en realidad fueron escritos veinte años antes de que la supuesta expedición tuviera lugar. Carvajal fue, en efecto, enviado por Pizarro, pero acompañando a Francisco de Orellana, cuando lograron llegar hasta la desembocadura del Amazonas en 1540. Sobre esta imprecisión histórica, Herzog aclaró que fue deliberada, y lo inventó con el fin de proporcionar verosimilitud a la odisea.


El propio Herzog define la importancia del río en la película: Tengo una profunda fascinación y una sensación muy precisa por los paisajes irregulares y alucinantes… Los paisajes no entran en mi obra con una función decorativa o exótica. Por ejemplo, los paisajes de Aguirre. Allí estos tienen una vida profunda, una sensación de fuerza, una intensidad que no se encuentra en las películas hollywoodenses en donde la naturaleza tiene algo de artificial. Lo que muestro en Aguirre es el transcurrir del tiempo que pasa en relación con el transcurrir del agua, es la inmovilización del tiempo. Muestra a la naturaleza en un coma prolongado y una tierra que todavía no ha despertado. Muestro el delirio de todo un paisaje, que se infiltra poco a poco en el interior de los personajes y que termina en un delirio humano.

En el libro de sus memorias (Yo sólo quiero ser amado), cada vez que Kinski se refiere al cineasta emplea un tono de hipérbole despectiva y asegura detes- tarlo. 
Entre ambos se estableció una enfermiza simbiosis de amor y odio visceral que se prolongó durante cuatro colaboraciones más: Woyzeck y Nosferatu, el vampiro, ambas filmadas en 1979, luego vendría Fitzcarraldo (1982), hasta culminar en Cobra verde (1984). Tras la muerte de Kinski -cuyo verdadero nombre era Klaus Gunther Nakszynski-, Herzog realizó el documental Mi enemigo Íntimo (1999), sobre la inusitada relación con su actor fetiche.

 
En 1988, el español Carlos Saura intentó lo imposible: filmar de nueva cuenta la epopeya de Lope de Aguirre en El Dorado, una producción costosa en el marco de los festejos del quinto centenario de lo que dieron en llamar "el encuentro de dos mundos". Con un reparto sólido, encabezado por Omero Antonutti y en el que otra mexicana, en este caso Gabriela Roel, desempeñaba el mismo rol de Inés que había tenido a su cargo Helena Rojo. Entre las reglas tácitas que impone el cine se cuenta la de no intentar nuevas versiones de películas de culto o clásicos insuperables. Saura decidió olvidarlo y olvidada será su película.
 
La partitura de Florian Fricke, interpretada por Popol Vuh, contribuye en buena medida al logro de la atmósfera. A este grupo se le acreditan también cuatro de las cinco películas del binomio Herzog-Kinski -la única excepción fue Woyzeck-, así como Corazón de cristal (1976), además de los documentales El éxtasis del escultor Steiner (1974) y el ya citado Mi enemigo íntimo.

Concluyo con esta reflexión de Kinski, también extraída de las páginas de sus memorias: "Quizás es la primera vez que un bote se desliza por estas aguas; quizás en millones de años no ha puesto los pies aquí ningún ser humano. Ni siquiera un indio. Esperamos en silencio, largas horas. Siento como la selva se nos acerca, los animales, las plantas, que ya hace tiempo que nos han visto, pero no se nos muestran. Por primera vez en mi vida, no tengo pasado. El presente es tan intenso, que hace desvanecerse el pasado. Sé que soy libre, verdaderamente libre. Soy el pájaro que ha conseguido huir de la jaula, que extiende sus alas y se eleva hacia el cielo. Participo del Universo. Al cabo de diez semanas rodamos la última escena de la película, en la que Aguirre, único superviviente, navega a la deriva río abajo, hacia el Atlántico, presa de la locura y rodeado de varios cientos de monos. La mayoría de los monos que han metido en la balsa saltan al agua y nadan de regreso a la selva."


Aguirre, la ira de Dios, es una parábola delirante de la ambición humana -la película es en sí misma la expresión del ambicioso Herzog procurando capturar lo que nadie más tendría el valor de filmar y del actor Kinski quien, insatisfecho con los meros despliegues histriónicos, permite que su personaje le devore por completo-. Merecedora, sin duda, de un lugar sobresaliente en una filmografía sobre la codicia, en la que el oro se erige en el móvil de la existencia de sus protagonistas, al lado de la silente Ambición (1924), de Erich von Stroheim o El tesoro de la Sierra Madre (1941), de John Huston cuya acción, por coincidencia, también ocurre, parafraseando a Don Quijote de la Mancha: "en algún lugar" de Hispanoamérica.


Si el cine es, ante todo, la magia de la imagen, resulta imposible soslayar la secuencia inicial cuando una fila de hombres -conquistadores y conquistados-, desciende por las montañas de los Andes mientras la cámara los mira a la distancia. Así debió suceder hace cinco siglos, de esa manera debió verse la expedición entonces. Nosotros también hemos acudido. Es el privilegio del espectador.

Jules Etienne

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