El
tiempo, más que el espejo, reflejaba arrugas sobre el rostro de Laura
Antonelli que nosotros jamás advertimos en los personajes que interpretó,
gracias a la magia del maquillaje. De pronto, como si quisiera impedir que
acudiéramos a atestiguar el drama de su vejez, desapareció del cine. Su
presencia se difuminó como también había acontecido con la
de Brigitte Bardot hace ya más de cuarenta años. La verdadera razón, en
cambio, era muy diferente. Nos enteramos ahora, después de su muerte.
En Hermosos y malditos, de F. Scott
Fitzgerald, tiene lugar un diálogo entre La
voz y La belleza,
en la que aquella le advierte: "Bailarás
ritmos nuevos con la misma gracia con que bailabas los antiguos", a
lo que la belleza inquiere, "¿Se
me pagará?", la respuesta final adquiere un
tono lapidario: "Sí, como de
costumbre... en amor". Las muertes en años recientes de los
símbolos sexuales Anita Ekberg y Sylvia Kristel, tienen el mismo denominador
común que la de Laura Antonelli: mientras duró su belleza, disfrutaron del
éxito y la fama, tuvieron legiones de admiradores y una vez marchitas, sólo les
quedó el retiro y el olvido. En contraste, su legado permanece
indeleble en la imagen siempre joven que nos sigue obsequiando la pantalla y en
la memoria exaltada de quienes alguna vez tuvieron en ellas una entrañable musa
de la adolescencia. Esa será, para siempre, la gran paradoja de su vida.
Se llamaba en realidad Laura Antonaz y había
iniciado su carrera a principios de los años sesenta con pequeños papeles, la
mayoría de ellos sin crédito. Fue como la esposa de Lando Buzzanca en una de
esas comedias de erotismo desinhibido que abundaron en el cine italiano por aquella época, cuando se volvió reconocible:
El mirlo macho. La
historia de un marido que descubre la extraordinaria belleza de
su mujer desnuda y se deja arrastrar por una obsesión exhibicionista
para que los demás también puedan dar testimonio de sus ocultos
atractivos. De allí, al éxito de Malicia
(1973), como Ángela, la criada perfecta -fotografiada por Vittorio Storaro- que
propicia el entusiasmo sexual de un adolescente, se requería sólo un paso.
Su
carrera se fue consolidando y pasó de las comedias picantes a películas más
ambiciosas, al grado de que en algún momento sería dirigida por cineastas con
el prestigio de Ettore Scola en Pasión
de amor (1981), y de Luchino Visconti en su testamento
fílmico que llevaba por título El
inocente (1976); así como Giuseppe Patrone Griffi en Divina criatura (1975) y La jaula (1985) o Mauro
Bolognini en Gran bollito
(1977) y La veneciana (1986).
Conoció a Jean Paul Belmondo a finales de 1970, en Francia, cuando filmaba Gracias y desgracias de un casado del año II, película con un reparto notable (Marlène Jobert, Charles Denner, Pierre Brasseur, Sami Frey, Jean Pierre Marielle, Michel Auclair, Patrick Dewaere) y al poco tiempo trabajaron juntos de nuevo en Doctor Casanova (Doctor Popaul), bajo la dirección de Claude Chabrol, una comedia de humor negro en la que Mia Farrow era su hermana. A partir de entonces sostuvieron un publicitado romance que Belmondo calificaría al enterarse de su muerte, con una suerte de epitafio: "Era una compañía adorable".
Junto con
otras jóvenes actrices, como Ornella Mutti, Stefania Sandrelli y Agostina
Belli, tomaron el relevo de las grandes estrellas italianas de la generación
anterior, que encabezaban Sophia Loren, Claudia Cardinale, Gina
Lollobrígida. En cuanto a los actores, compartió créditos con Marcello
Mastroianni en Esposamante (1977),
con Vittorio Gassman en El turno
(1981), Giancarlo Giannini en El
inocente, y coincidió con Jean Louis Trintignant en Sin motivo aparente (1971) y la
ya mencionada Pasión de amor.
Impulsada
por esa consabida terquedad de mantener una juventud que se escapa, intentando
detener el ominoso calendario fisiológico que impone su fatalidad al
cuerpo, decidió someterse a una cirugía de la ignominia
estética: el rostro deforme y la gordura instigada por las depresiones
marcaron un cuesta abajo de su vida en los últimos años. Desde que
fue detenida por posesión de drogas en 1991 hasta lograr la absolución una
década más tarde, pasando por un período recluida en un centro de
recuperación siquiátrica en 1996. Un amargo trayecto desde que apareció en noviembre de 1980, en la portada de la edición italiana de la revista Playboy y se le promocionaba como "la mujer del siglo".
Quienes
aún la recuerdan durante su apogeo ahora se dedican a compartir pesares en
los foros virtuales. Y es que Laura Antonelli llegó a ser, en verdad, el epítome
de la hermosura femenina. Gracias a la taumaturgia del cine, podrá permanecer
para siempre en plena fragancia de su juventud.
Jules Etienne
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