Aguirre, la ira de Dios (1972), una fábula alucinante de Werner Herzog.
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sábado, 26 de septiembre de 2020

RECORDANDO A ALBERTO MORAVIA (a treinta años de su muerte)


Cuando Alberto Moravia visitó México a mediados de la década de los setenta, llegaba precedido del prestigio que le conferían, más allá de su trayectoria literaria, las adaptaciones de sus novelas al cine, sobre todo Dos mujeres (La Ciociara, 1960), con la que Sophia Loren conquistó de manera definitiva la fama mundial, y dos películas por entonces todavía recientes, dirigidas por cineastas de vanguardia: El desprecio (Le Mépris, 1963), de Jean-Luc Godard y El conformista (1970), de Bernardo Berto- lucci.

Había sido invitado por Manuel Puig -quien siempre mantuvo una estrecha relación con escritores italianos-, cuando éste era todavía el autor de La traición de Rita Hayworth, antes de que El beso de la mujer araña atrajera los reflectores de Holly- wood sobre su persona.


De entre las cosas que mejor recuerdo nos platicaba en aquella ocasión, se encuentra su aseveración acerca de las grandes novelas que suelen convertirse en malas películas, y las novelas mediocres de las que surgen auténticos clásicos. Citaba como el mejor ejemplo de estas últimas a Rebeca, de Daphne du Maurier o, tal vez debiera decirse de Alfred Hitchcock.

Quedaba claro, entonces, que lo difícil es lograr una gran película proveniente de una obra literaria notable. Tal vez con ese razonamiento es que Gabriel García Márquez siempre rechazó las ofertas de adaptación para Cien años de soledad, cuya posible caracterización de Aureliano Buendía mantuvo obsesionado a Anthony Quinn hasta sus úlatimos días. Luis Alcoriza refería que a Luis Buñuel le ofrecieron dirigir Bajo el volcán, y luego de leer la novela ambos la consideraron infilmable. Sin embargo, el propio García Márquez, a quien siempre le fascinó esa novela de Malcolm Lowry, escribió su propio guión, que nunca alcanzó a filmarse, como tampoco el de Guillermo Cabrera Infante que rechazó Joseph Losey.


Una anécdota que Moravia narraba con una buena dosis de humor, era aquella de que los productores de Dos mujeres ya se habían comprometido con Sophia Loren -quien todavía no cumplía los veintiséis años-, para el papel de la hija, y estaban en plena búsqueda de una actriz de renombre para que interpretara a la madre. Se lo propusieron a Anna Magnani, quien ya rebasaba los cincuenta años de edad, y aceptó entusiasmada, pero cuando se enteró de que Sophia Loren era quien iba a aparecer como su hija, lo rechazó indignada. Así fue como finalmente se pudo ver a ésta última como una madre bastante precoz de la adolescente Eleonora Brown. Alguien inquirió a Moravia cuál había sido la reacción de Anna Magnani tras enterarse del Oscar a la mejor actriz que recibió Sophia Loren por ese mismo papel que había desdeña- do. Sonrió irónico, casi burlón, y nos dijo: "Eso habría que preguntárselo a ella". Recuerdo muy bien que permanecí en silencio especulando sobre el hecho de que Anna Magnani bien pudo haberse sentido reivindicada y en paz consigo misma luego de que más tarde le concedieron ese mismo premio por La rosa tatuada, de lo contrario, a saber si eso la habría amargado.

Entre los nombres famosos que figuran en las películas basadas en obras suyas o con guiones escritos por él figuran, en orden cronológico:

Alida Valli, Marcello Mastroianni, Gina Lollobrigida, Sophia Loren, Valentina Cortese, Alberto Sordi, Michèle Morgan, Claudia Cardinale, Anna Magnani, Jean Paul Belmondo, Vittorio Gassman, Ingrid Thulin, Brigitte Bardot, Michel Piccoli, Jack Palance, Bette Davis, Catherine Spaak, Rossana Podestá, Rod Steiger, Paulette Goddard, Shelley Winters, Jean Louis Trintignant, Stefania Sandrelli, Dominique Sanda, Lando Buzzanca, Griffin Dunne, Liv Ullman, Peter Fonda, Laura Antonelli, Julian Sands y Arielle Dombasle, en los créditos principales.

Es peculiar el caso de Stefania Sandrelli, quien después de El conformista protagonizó varios títulos inspirados en relatos y guiones de Moravia: Desideria, la vida interior (1980), La desobediencia (1981) y Un cuerpo que tocar, exhibida en España como Atracción letal (1985), en la que tuvo la posibilidad de coincidir con su hija Amanda Sandrelli.


Moravia alcanzó una repercusión insospechada en cinematografías tan ajenas a la lengua italiana como la polaca y en la Checoslovaquia socialista, cortometrajes en Grecia e Irán, además de la irreverente coproducción germano-estadounidense Yo y él (Ich und er, 1988), dirigida por Doris Dörrie, que bien pudo haberse titulado Diálogos con mi pene. Fue adaptado por el cine francés en diversas ocasiones, como en el caso de Gozar es vivir (La bel âge, 1960), la ya mencionada El desprecio y Tedio (L'ennui, 1998). Su relación con el cine hablado en español se remonta hasta el primero de todos sus guiones: Il pecatto de Rogelia Sánchez, que se basaba en la novela Santa Rogelia, de Armando Palacio Valdéz, en 1940.

Autor prolífico que alternó su narrativa con el trabajo cinematográfico, dejó su nombre vinculado con el de cineastas notables. En sus inicios tuvo oportunidad de colaborar con Luchino Visconti en Obsesión (1943), aunque todavía sin merecer crédito en pantalla, adaptando el clásico del género negro El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain. Participó en la elaboración de guiones originales para Alberto Lattuada y Francesco Maselli, de su obra literaria surgieron películas firmadas por Vittorio De Sica, Luigi Zampa, Alessandro Blasetti, Mario Monicelli, Mauro Bolognini, Bernardo Bertolucci y Jean-Luc Godard.

Alberto Pincherle, quien firmaba con el nom de plume por el que siempre se le conoció: Alberto Moravia, es un escritor a quien resulta imposible desvincular de su aportación al cine. Murió hace treinta años, el 26 de septiembre de 1990, las imágenes que surgieron de su imaginación aún perviven en la pantalla.

Jules Etienne

Créditos finales:


1. Joan Fontaine en Rebeca (1940), de Alfred Hitchcock.
2. Sophia Loren y Eleonora Brown en Dos mujeres (La Ciociara, 1960), de Vittorio De Sica.
3. Claudia Cardinale y Rod Steiger en Los Indiferenes (1964), de Franceso Maselli.
4. Stefania Sandrelli y Jean Louis Trintignant en El Conformista (1970), de Bernardo Bertolucci.
5. Brigitte Bardot en El desprecio (Le mépris, 1963), de Jean Luc Godard.

jueves, 12 de junio de 2014

El testamento fílmico de Stanley Donen: ÉCHALE LA CULPA A RÍO (Blame It on Rio)

 
Hurgando en la memoria entre los títulos de películas que acontecen en Brasil, y de manera más específica, en Río de Janeiro, estuve recordando las audacias coreográficas de Volando a Río, (Flying Down to Rio, 1933), con Dolores del Río y Emilio Indio Fernández como uno de los bailarines sin crédito en el reparto, o esa delicia inolvidable Tuyo es mi corazón (Notorious; 1946), con el romance de Cary Grant e Ingrid Bergman sobrepuesto a una trama de espionaje por obra y gracia del maestro Alfred Hitchcock, por supuesto, sin que nada de esto signifique ignorar Orfeo negro, el mito de Orfeo y Eurídice trasplantado al carnaval y las favelas brasileñas en 1959, por Marcel Carné. Y de manera inevitable fui a caer con la disfrutable comedia Échale la culpa a Río (Blame It On Rio, 1984), de Stanley Donen.

 
Al momento de precisar las fechas correspondientes de producción y estreno, me encontré con que durante el mes de febrero se cumplieron ya tres décadas de su exhibición, lo que me llevó a la nostalgia pensando en que se trataba del primer papel plenamente reconocible que tuvo Demi Moore en la pantalla. En todo este lapso, la entonces desconocida Demetria Guynes llegó al estrellato y ha optado por un retiro temporal del cine. Tanto tiempo ha transcurrido. Sin embargo, no deja de llamar la atención que Stanley Donen, su realizador, tenía por esa época sesenta años y nunca volvió a dirigir un largometraje para la pantalla -sólo algunas producciones televisivas-. Recién acaba de cumplir los noventa el pasado 13 de abril.
 
En otras palabras, que el responsable de títulos tan notables como Cantando en la lluvia, La indiscreta -también protagonizada por la dupla de Ingrid Bergman y Cary Grant-, y un par de los títulos más logrados en la filmografía de Audrey Hepburn: CharadaDos para el camino, habría culminado su carrera precisamente con Échale la culpa a Río.
 
 
El testamento fílmico de John Huston fue una espléndida película intimista y breve, Los muertos, inspirada por la narrativa de James Joyce, en tanto que Sergio Leone firmó su obra con un díptico magistral: Érase una vez en América. Más cercano a Donen se ubica Blake Edwards, tanto en el aspecto generacional como geográfico, así como en el tono de comedia que predomina en sus trabajos. Concluyó su carrera con El hijo de la pantera rosa un tanto descolorida y luego una nueva versión para la televisión de su exitosa Víctor Victoria. Queda claro que no siempre el colofón está a la altura de la trayectoria. ¿Échale la culpa a Río le hará justicia a Stanley Donen?
 
 
La trama se ocupa de las vacaciones en Río de Janeiro, como su título ya lo advierte, de dos viejos amigos: Matthew (Michael Caine) y Victor (Joseph Bologna), con sus respectivas hijas adolescentes. El primero se encuentra en plena crisis matrimonial mientras que el segundo está en el proceso de concluir los trámites legales para obtener su divorcio. El guión proviene de una película francesa de Claude Berri: Un momento de extravío (Un momento d'égarement,1977), con la dulce Agnès Soral como protagonista y las playas de Saint-Tropez el escenario en que acontece.

 
La propuesta lúdica del típico cuarentón que termina dejándose seducir por el ardor adolescente de la voluptuosa hija de su amigo (Michelle Johnson) -ante la desconcertada indignación de éste y el silencioso reproche de su propia hija (Demi Moore)-, provocan su profundo sentimiento de culpa, una vez que ha cedido ante la candorosa insistencia de la joven que le llama afectuosamente "tío Matthew". Todos los mecanismos que caracterizan a una comedia de enredos: las imprescindibles confusiones, los enfrentamientos y malentendidos que llevan a posturas absurdas y obsesiones extremas, se ponen en marcha.
 
 
Sin caer en el error de la moraleja, la película emprende una visión irónica que en algunos momentos alcanza extremos risibles, de esa ecuación tan común en las relaciones de pareja de nuestros tiempos: adulterio, divorcio, arrepentimiento y soledad.

Donen no quiso pasar por alto la oportunidad de rendir un homenaje nostálgico a los musicales cultivados por él, cuando en las alas del avión en el que viajan los protagonistas surge, en blanco y negro, un grupo de bailarinas ejecutando una fantasía musical.
 
"Con Échale la culpa a Río (Stanley Donen) recupera su savia personal y entronca directamente con sus orígenes al ofrecernos un producto sin más pretensiones que divertir. La elección de un tema actual resuelto al estilo de siempre hacen de Échale la culpa a Río una comedia ejemplar, comedida, donde nada se sale de tono, embarcando al espectador en una aventura agradable", escribió Juan Arribas en Cine para leer en el ya lejano año de 1984. Supuse con optimismo que este podría ser el digno remate para un especialista en comedias ligeras y que, llegado el momento, hasta se podría revalorar a esta película en cierta medida. Parece que me equivoqué.
 
 
Buscando a través de la red con la intención de verificar fechas y obtener algunas imágenes para ilustrar el presente texto, me topé con que una persona de nombre Joal Ryan, quien escribe para el sitio de Yahoo Movies, la etiqueta como "la comedia romántica más inapropiada de todos los tiempos". Después de leer sus aseveraciones concluyo en que la moral se está volviendo más rígida en ciertos aspectos de la vida -por fortuna no en todos-, que en el nombre de lo "políticamente correcto" la sociedad, ahora global, se encamina hacia un totalitarismo neofascista y aquel que se atreva a cuestionar esos principios será, sin duda, acusado, juzgado y condenado con el simple movimiento del dedo índice, sin necesidad de escuchar sus motivos y argumentos a la manera de -¡qué paradoja!-, aquel Brasil (1985), de Terry Gilliam.
 
 
Y es que, ¿cómo pudo atreverse Stanley Donen a presentar el romance de un hombre de 43 años que se involucra con una joven de diecisiete? No importa que ella haya tomado la iniciativa del acoso sexual y se muestre tan avanzada en ese terreno que será quien termine por dejarlo, en el siglo 21 a eso se le llama pedofilia. De acuerdo con la óptica actual, una joven bombardeada con imágenes eróticas en los medios y con acceso a la pornografía en la red, sigue siendo inocente.
 
 
El próximo paso será quemar todas las copias existentes de Niña bonita (Pretty Baby, 1978), de Louis Malle, con la hermosa y precoz Brooke Shields, y prohibir la lectura de Lolita, esa pieza maestra de la ironía del maestro Vladimir Nabokov. Parece que hacia allá vamos.

Jules Etienne

jueves, 19 de diciembre de 2013

REBECA SEGÚN HITCHCOCK, una entrevista de François Truffaut

 
 
FRANÇOIS TRUFFAUT: Supongo, señor Hitchcock, que llegó a Hollywood pensando que iba a rodar el film sobre el «Titanic», ¿no es así? Y en lugar de este proyecto, rodó Rebeca. ¿Cómo se produjo el cambio?
 
ALFRED HITCHCOCH: David O'Selznick me confesó que había cambiado de opinión y que había adquirido los derechos de Rebeca. Entonces, le dije: «Está bien, vamos a cambiar de proyecto».
 
F.T. Creía que había sido usted mismo quien había provocado el cambio y que tenía muchas ganas de rodar Rebeca.
 

A.H. Sí y no; cuando rodaba La dama desaparece, tuve oportunidad de comprar los derechos de la novela de Daphne du Maurier, pero eran demasiado elevados para mí.
 
F.T. ¿Está usted satisfecho de Rebeca?
 
A.H. No es una película de Hitchcock. Es una especie de cuento y la misma historia pertenece a finales del siglo XIX. Era una historia bastante pasada de moda, de un estilo anticuado. En aquella época había muchas escritoras: no es que esté en contra de ellas, pero Rebeca es una historia a la que le falta sentido del humor.
 
F.T. Sea como sea, tiene el mérito de la sencillez. Una señorita de compañía (Joan Fontaine) se casa con un lord (Laurence Olivier), atormentado por el recuerdo de su primera esposa, Rebeca, muerta misteriosamente. En la gran mansión de Manderley, la nueva esposa no se siente a la altura de las circunstancias, temerosa de decepcionar; se deja dominar y luego aterrorizar por el ama de llaves, la señora Danvers, obsesionada por el recuerdo de Rebeca. Una investigación tardía sobre la muerte de Rebeca, el incendio de Manderley y la muerte de la incendiaria, la señora Danvers, pondrán fin a las angustias de la heroína. ¿No estaba intimidado al rodar Rebeca, ya que se trataba de su primera película americana?
 
A.H. No puedo decir eso, pues es un film británico, completamente británico; la historia es inglesa, los actores también, y el director igualmente. Y esto me sugiere una pregunta interesante: ¿cómo sería Rebeca, si hubiera sido rodada en Inglaterra con el mismo reparto? ¿Qué se me hubiera ocurrido? No lo sé. Forzosamente existe en esta película una gran influencia americana, en primer lugar a través de Selznick y luego a través del autor de teatro Robert Sherwood, que escribió el guión desde un punto de vista menos estrecho de lo que hubiéramos hecho en Inglaterra.
 

F.T. Es un film muy novelesco.
 
A.H. Novelesco, sí. Hay una debilidad terrible en la historia, que nuestros amigos los verosimilistas no han observado: la noche en que encuentran el barco con el cadáver de Rebeca revela una coincidencia extraña. La noche en que creyeron que se había ahogado, encontraron el cuerpo de otra mujer a dos kilómetros de distancia, en una playa, lo que permitió a Laurence Olivier identificarla declarando: «Es mi mujer». Es curioso, pero nadie reconoce a esta mujer. ¿Es que no tuvo lugar una encuesta judicial cuando se encontró su cuerpo?
 
F.T. Es una coincidencia, pero en este film la situación psicológica está por encima de todo y se presta poca atención a las escenas explicativas, precisamente porque no afectan a la situación. Por ejemplo, yo nunca he comprendido bien la explicación final.
 
A.H. La explicación es que Max de Winter no mató a Rebeca, ella se suicidó porque tenía un cáncer.
 
F.T. Bueno, eso lo había comprendido, porque se dice claramente, pero lo que no me explico es lo siguiente: ¿él, Max de Winter, se creía culpable o no?
 
A.H. No.
 
F.T. ¡Ah, bueno! ¿Es muy fiel la adaptación a la novela?
 

A.H. Muy fiel, pues Selznick acababa de hacer Lo que el viento se llevó y según su teoría la gente se sentiría furiosa si se transformaba la novela, y esto valía también en el caso de Rebeca. Seguramente conocerá usted la historia de las dos cabras que se están comiendo los rollos de una película basada en un «bestseller», y una cabra le dice a la otra: «Yo prefiero el libro».
 
F.T. Sí, es una historia que tiene muchas variantes... Hay que decir que veintiséis años después, al volverla a ver, Rebeca es una película muy moderna, muy sólida.
 
A.H. Se mantiene todavía en pie, a pesar de los años transcurridos, y yo me pregunto cómo.
 
F.T. Creo que haber tenido que rodar esta película fue bueno para usted, haciéndole reaccionar a manera de un estimulante. De entrada, Rebeca era una historia poco de acuerdo con su personalidad artística, pues no era un «thriller» ni poseía los suficientes elementos de suspense; se trataba simplemente de una historia psicológica. De esta manera, usted se vio obligado a introducir el suspense en un puro conflicto de personajes, y pienso que esto le sirvió para enriquecer sus películas siguientes, alimentándolas con todo un material psicológico que, en Rebeca, le fue impuesto por la novela.
 
A.H. Sí, es cierto.
 
F.T. Por ejemplo, las relaciones de la heroína... Bueno, realmente, ¿cómo se llama?
 
A.H. No la llamaban nunca por su nombre...
 
F.T. ... Sus relaciones con el ama de llaves, la señora Danvers, suponen una novedad en su obra que volverá a aparecer a menudo a continuación, no sólo en el guión, sino también plásticamente: un rostro inmóvil y otro rostro que le aterroriza, la víctima y el verdugo en la misma imagen...
 
 
A.H. Sí, precisamente esto es algo que hice sistemáticamente en Rebeca, la señora Danvers no anda casi, nunca se la veía moverse. Por ejemplo, si entraba en la habitación en que estaba la heroína, la muchacha oía un ruido y la señora Danvers se encontraba allí, siempre, en pie, sin moverse. Era un medio de mostrarlo desde el punto de vista de la heroína: no sabía jamás dónde estaba la señora Danvers y de esta manera resultaba más terrorífico; ver andar a la señora Danvers la hubiera humanizado.
 
F.T. Me parece muy interesante y es algo que a veces se encuentra en los dibujos animados; por otra parte, usted asegura que es un film al que le falta humor, pero, cuando se le conoce bien, se tiene la impresión de que debió divertirse mucho escribiendo el guión, pues al fin y al cabo se trata de una muchacha que acumula a su alrededor toda clase de torpezas. Cuando el otro día volví a ver la película, le imaginaba trabajando con el guionista y diciéndose: «Veamos la escena de la comida, ¿le haremos tirar al suelo su cuchara o será mejor que haga caer el vaso o que rompa la servilleta...?» Se tiene la sensación de que debió de actuar de esta manera.
 
A.H. Es cierto, así ocurrió, y era muy divertido...
 

F.T. La muchacha está caracterizada un poco como el muchachito de Sabotaje; cuando rompe una estatuilla, oculta los fragmentos en un cajón, olvidando que es la dueña de la casa. Por otra parte, todas las veces que se habla de la casa, de la finca de Manderley, lo mismo que todas las veces que aparece en la pantalla, lo hace de una manera bastante mágica, con humo... y una música evocadora, etc.

A.H. Sí, porque, en cierta manera, la película es la historia de una casa; se puede decir también que la casa es uno de los tres personajes principales del film.
 
F.T. Eso es, y también la primera de sus películas que recuerde a un cuento de hadas.
 
A.H. Lo que hace también que parezca más cuento de hadas es que es prácticamente un film de época.
 
F.T. Merece la pena que nos detengamos en esta idea de cuento de hadas porque con frecuencia la volvemos a encontrar en sus películas. La importancia de poseer las llaves de la casa... el armario que nadie tiene derecho a abrir... la estancia en la que nadie entra jamás...
 

A.H. Sí, cuando hacíamos Rebeca éramos conscientes de estas cosas. Es verdad que los cuentos infantiles son generalmente terroríficos. Por ejemplo, el cuento de Grimm que se cuenta a los niños alemanes, «Hansel y Gretel», en el que los dos niños empujan a la anciana dentro del horno. Pero nunca se me ocurrió pensar que mis películas tenían semejanza a cuentos de hadas.
 
F.T. Creo que esto vale para muchas de sus películas porque usted opera en el campo del miedo y todo lo que se relaciona con el miedo nos retrotrae generalmente a la infancia, y porque, finalmente, la literatura infantil, los cuentos de hadas, están ligados a las sensaciones y, sobre todo, al miedo.
 
A.H. Es verosímil; además, recuerde que la casa de Rebeca no tenía ninguna situación geográfica precisa, estaba completamente aislada, y todo esto se encuentra de nuevo en Los pájaros. Es instintivo por mi parte: «Debo situar esta casa aislada para asegurarme de que en ella el miedo no tendrá recursos». En Rebeca, la casa se encuentra alejada de todo, y ni siquiera se sabe de qué ciudad depende. Actualmente podemos considerar también que esta abstracción, lo que usted llamaba la estilización americana, es, en cierta medida, un producto del azar, y en este caso está motivada porque rodábamos un film inglés en America. Imaginemos que hubiéramos rodado Rebeca en Inglaterra. La casa no estaría tan aislada, porque hubiéramos tenido la tentación de presentar los alrededores y los senderos que llevan a esta casa. Las escenas de llegadas serían más reales y tendríamos una sensación de situación geográfica exacta, pero no tendríamos el aislamiento.
 

F.T. A propósito de esto, ¿hicieron los ingleses críticas a la película con relación a los aspectos americanos de Rebeca?
 
A.H. Más bien les gustó el film.
 
F.T. Cuando se ve la casa en plano general, no existe, ¿era una maqueta?
 
A.H. Es una maqueta y también la carretera que conduce hasta ella.
 
F.T. El uso de maquetas idealiza plásticamente al film, evoca ciertos grabados y refuerza una vez más el aspecto de cuento de hadas. En el fondo, la historia de «Rebeca» es muy parecida a la de «Cenicienta».
 
A.H. La heroína es Cenicienta y la señora Danvers es una de sus malvadas hermanas; pero esta comparación está todavía más justificada con una comedia inglesa anterior a «Rebeca», que se titula: «Su casa está en orden», cuyo autor es Pinero*. En esta obra teatral la mujer malvada no era el ama de llaves, sino la hermana del dueño de la casa, por tanto, la cuñada de Cenicienta. Es fácil suponer que esta obra influyó a Daphne du Maurier.
 

F.T. El mecanismo de Rebeca es bastante fuerte: conseguir una opresión creciente únicamente hablando de una muerta, de un cadáver que no vemos nunca... Creo que la película obtuvo un Oscar, ¿no?
 
A.H. Sí, para el mejor film del año.
 
F.T. ¿Es éste el único Oscar que usted ha conseguido?
 
A.H. Nunca he recibido un Oscar.
 
F.T. Pero, sin embargo, el de Rebeca...
 
A.H. Este Oscar fue para Selznick, el productor; aquel año, en 1940, fue John Ford quien tuvo el Oscar al mejor director por Las uvas de la ira.
 
* Se refiere a Arthur Wing Pinero. 

martes, 17 de diciembre de 2013

Joan Fontaine estaba esperando a un inglés...

 
Había nacido en Tokyo, a pesar de ser inglesa su verdadero apellido era De Beauvoir y se tuvo que trasladar a Hollywood para seguir rodeada de británicos desde el principio de su carrera en el cine: Derrick De Marney en Rubia en prenda (Blond Cheat, 1938); le seguiría Cary Grant en Gunga Din (1939) y más tarde en Sospecha (Suspicion, 1941), de Alfred Hitchcock, por la que ganó el Oscar a la mejor actriz; Patrick Knowles y Herbert Marshall en Abismos (Ivy, 1947); Ray Milland en Algo por que vivir (Something to Live For, 1952); también coincidió con otro ingles, Edmund Gwenn en El bígamo (1953); y James Mason en Isla en el sol (1957) pero, sobre todo y para siempre, Laurence Olivier en Rebeca (1940).
 
 
Por supuesto que también tuvo galanes franceses como Louis Jourdan y Charles Boyer, quien era un concertista de renombre en Tuya hasta la muerte, también conocida como La ninfa constante (1943). Y es que los personajes que ejercían el oficio de la música se repitieron a lo largo de su filmografía -ella misma era una pianista en Sinfonía otoñal (September Affair, 1950)-, lo cual incluye al vendedor de gramófonos Bing Crosby en El vals del emperador (1948) y dos tenores: Nino Martini en Music for Madame (1937) y el célebre Mario Lanza en Serenata (1956).
 
 
Dicha galería rebasa, sin embargo, cualquier límite cuando se enamora de un pretendido pirata francés interpretado por un mexicano en El pirata y la dama (Frenchman’s Creek, 1944). Una película de la que no guardaba gratos recuerdos. Al menos así es como lo apuntaba en su autobiografía No es un lecho de rosas (No Bed of Roses). Ahí cuenta que la Paramount había planeado una producción a todo color para el lanzamiento de un actor que era muy famoso en México pero desconocido para el público estadounidense. Sin embargo, la dirección del proyecto se le encomendó a Mitchell Leisen, un experto en musicales que le prestó mayor atención a la escenografía y el vestuario que a la actuación. Por ese motivo, Joan Fontaine optó por retirarse a su mansión en Rodeo Drive y no quería saber más de la película.
 
Tuvo que regresar después de las predecibles llamadas de abogados, de su agente y hasta del propio productor, el poderoso David O. Selznick, quien le hizo una serie de promesas –según aseguraba-, finalmente incumplidas. Narraba como la llenaron de pelucas rojas, faldas amponas, satines, encaje y terciopelo, joyas y tiaras a un grado en el que: “Yo, de Winter en Rebeca, nunca me habría reconocido”.
 
Mi coestrella –prosigue-, Arturo de Córdova, no era un hombre alto. Le tuvieron que poner plataformas a sus botas para que rebasara mi estatura. Se tambaleaba al caminar. Y su acento no sonaba como el de un francés.”
 
 
Suponía que toda esa parafernalia referente al vestuario contribuyó a restarles movilidad a los actores y por eso era que no se percibían naturales ni auténticos. “Durante el rodaje, Arturo, quien me agradaba, y yo, estábamos de pie en nuestras marcas esperando que la cámara comenzara a filmar. Sabiendo que la película iba a ser un desastre para ambos, le pregunté por qué la había aceptado. Si él era una de las estrellas más populares en México, estaba arriesgando mucho al debutar en una película como El pirata y la dama.
 
En ese momento, Nigel Bruce y Basil Rathbone, de quienes se había difundido el chisme de que eran amantes homosexuales –señala la propia Fontaine-, alcanzaron a escucharla y tergiversaron lo dicho. Al día siguiente los columnistas del ocio publicaron que ella le habría pedido a de Córdova que “se regresara a México, de donde había llegado”. La película, termina diciendo, “resultó infeliz en todos los aspectos”.
 
Sin embargo, cuando refería esto último, ignoraba otro aspecto aún más trágico. Ante la mirada burlona de su pareja -debido a su peluca y a que trastabilleaba al andar-, con quien de Córdova vivía entonces y por ese motivo era asidua visitante del set, Lupe Vélez conocería entre los actores secundarios a un austríaco que desempeñaba el papel de Edmond. Y serían precisamente para él, Harald Maresch, sus últimas palabras en una nota de despedida apenas unos meses después, la noche del 13 de diciembre de 1944, en que se suicidó.
 
 
Volviendo con Joan, la siempre candorosa Joan Fontaine, con un Oscar en su bagaje. Tal vez debido a que todos los ingleses mencionados al principio de esta crónica fallecieron hace años, esperó a otro no menos famoso, Peter O’Toole, quien murió un par de días antes que ella, para que la acompañara. Y si Joan Fontaine tenía 96 años, lo sorprendente es que todavía le sobrevive su hermana mayor, Olivia de Havilland, de quien Emilio El Indio Fernández estuvo tan enamorado que le cambió el nombre a la calle en la que vivía en Coyoacán y la bautizó en su honor como Dulce Olivia.
 
 
Joan Fontaine, la inolvidable señora de Winter en Rebeca, había pasado los últimos años de su vida en el mismo lugar en el que murió: Carmel, Califonia, una población de la que alguna vez Clint Eastwood fue alcalde. El cine marcó para siempre todos los aspectos de su vida.


Jules Etienne