Aguirre, la ira de Dios (1972), una fábula alucinante de Werner Herzog.

sábado, 1 de junio de 2013

La prolífica descendencia de los monstruos de la pantalla

 
Ni Drácula ni King Kong o los monstruos de Universal Pictures, con Frankenstein y El hombre lobo a la cabeza, podrían haber predicho lo abundante que iba a ser su progenie en la pantalla a través de los años. Una crónica detallada al respecto sería una quimera. De manera que me conformaré con dos ejemplos recientes que mezclan influencias de diversas películas que les precedieron y toman elementos prestados de otros géneros cinematográficos con un desparpajo notable: El vengador -en España El sicario de Dios- (Priest, 2011) y Besos de Sangre o La marca del lobo (Blood and Chocolate, 2007).

 
El cine de vampiros se inició desde la etapa silente con títulos tan notables como Nosferatu el vampiro (1922), de F. W. Murnau, pero no sería sino hasta el 14 de febrero de 1931, fecha en que se estrenó el Drácula de Tod Browning, cuando esta criatura noctívaga -interpretada por el excéntrico Bela Lugosi-, se apoderó del gusto del público como uno de los mayores mitos creados por el cine. Esa misma elegancia del enigmático conde transilvano hizo su escala final con Lestat de Lioncourt en la Nueva Orléans de Entrevista con el vampiro (1994), antes de transformarse y ser sustituido por los Vampiros (1998), de John Carpenter, quien exploraba un terreno fértil dotándolos de una extraordinaria fuerza física, similar a la de aquellos que, guiados por los típicos excesos de Tarantino y Rodríguez, se habían visto en el tugurio de la frontera mexicana The Titty Twister, en Del crepúsculo al amanecer (Dusk Till Dawn, 1996), que le abriera las puertas de Hollywood a Salma Hayek gracias al despliegue erótico de su inolvidable Satánico Pandemónium. Así, hasta llegar a los vampiros del futuro, repugnantes y casi invencibles, de Priest.

 
Un largo trayecto tuvieron que recorrer aquellos ingenuos murciélagos sostenidos por delgados hilos casi invisibles que se difuminaban en la niebla, cediendo su lugar al personaje ataviado con una elegante y anticuada capa, ahora superados por el estilo gore de nuestros tiempos, con la complicidad de sofisticados efectos especiales que les posibilitan casi cualquier alarde corporal, por improbable que parezca.

 
Película que desconoce la mesura por tantas libertades que se toma para reelaborar y mistificar cuanto encuentra de utilidad a su alcance: partiendo de unas cavernas con ambiente expresionista en donde bien pudo habitar Alien, el octavo pasajero, un Blade Runner religioso (Paul Bettany), quien en lugar de perseguir replicantes es un cazador de vampiros, aborda el tren sin control en que tendrá lugar la confrontación final con Sombrero Negro -villano vampirizado con indumentaria típica de spaghetti western reminiscente de Sartana-, envueltos en una inconfundible atmósfera del viejo oeste.

 
Vampiros, vaqueros -sheriff incluido- y espadachines medievales en una distopía cuyo mayor mérito radica en que plantea una sociedad del futuro totalitaria bajo el riguroso control de la iglesia. Basada en una novela gráfica de gran éxito en Corea, al final deja la puerta abierta para una secuela cuyo principal obstáculo será que no tuvo el éxito en taquilla que calculaban sus productores.


La marca del lobo, por su parte, es el título de la novela de Annette Curtis Klause en que se inspira Blood and Chocolate, dirigida por la alemana Katja von Garnier. Lo interesante aquí surge de que la historia de hombres lobo -o loup garou-, mantenga un parentesco más cercano con La marca de la pantera (Cat People en sus dos versiones: 1942 y 1982), que con El hombre lobo. De manera que en este caso resulta un tanto ocioso referir sus antecesores que van desde Lon Chaney hasta Benicio del Toro -setenta años transcurridos entre uno y otro, de 1941 a 2010-, cuando estamos ante la historia de una mujer licántropo que se enamora de un humano.

 
Sangre y chocolate, que sería la traducción literal del título de la película, proviene de un epígrafe de la novela que lo refiere y corresponde a El lobo estepario, de Hermann Hesse*: "Atemorizado, corrí de un lado para otro; notaba en la boca el gusto a sangre y el gusto a chocolate, lo uno tan repugnante como lo otro." Sin embargo, La marca del lobo resulta más apropiado si se toma en cuenta su cercanía con La marca de la pantera, que a su vez tiene una amplia herencia literaria, la cual bien valdría la pena explorar en otra ocasión, para evitar por ahora las digresiones y no extender este texto en demasía. La historia tanto de la joven serbia Irena Dubrovna (Simone Simon) como de Irena Gallier (Nastassja Kinski), tiene más de una coincidencia con la Vivien rumana del siglo XXI. La mayor diferencia estriba en que aquellas son felinos, mientras que la naturaleza de esta última es lobuna.

 
Filmada en Bucarest, cuenta en su favor con el ambiente rumano impregnado de rituales y leyendas, comenzando con la del propio Drácula. La banda de los jóvenes loup garou, primo y amigos cercanos a la protagonista (Agnes Bruckner), suele beber ajenjo -o absenta-, al igual que lo hacía Lestat de Lioncourt y también el conde Drácula en la versión de Coppola (1992), quien le dice a Mina Harker que "la absenta es un afrodisíaco para el alma. El hada verde que vive en la absenta quiere tu alma, pero estás a salvo conmigo."

 
El material dramático que da vida al relato fílmico, sobre el romance entre un hombre y la mujer que se transforma en bestia pero busca redimirse a través del amor, precedió a la saga vampírica de Crepúsculo (Twilight) -cuya cinta inicial se estrenó un año después, en 2008-, de manera que eso la exime de cualquier posible acusación por tratar de aprovecharse de la enorme publicidad que generó. La ancestral fábula del zoomorfismo es revisitada por el cine una vez más.


Jules Etienne

* La página referida de El lobo estepario, puede leerse aquí: http://mitosyreincidencias.blogspot.ca/2013/04/paginas-ajenas-el-lobo-estepario-de.html

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