Aguirre, la ira de Dios (1972), una fábula alucinante de Werner Herzog.

martes, 20 de marzo de 2012

Veinte años después: BAJOS INSTINTOS


Cuando Alexandre Dumas publicó su novela Veinte años después, que vendría a ser una continuación extemporánea de su exitosa Los tres mosqueteros, se acuñó una frase que con el tiempo se volvería de uso común: "No es lo mismo los tres mosqueteros que veinte años después". En contrapartida, Carlos Gardel cantaba en el que tal vez haya sido su tango más famoso: "Veinte años no es nada". Sea una o la otra, el caso es que el día de hoy, 20 de marzo, se cumplen precisamente veinte años del estreno comercial de Bajos instintos (Basic Instinct), película que causara gran revuelo encumbrando a la atractiva pero todavía desconocida Sharon Stone. Con motivo de su aniversario he tenido la oportunidad de verla de nuevo y no la he percibido todo lo envejecida que supuse en un principio.

Durante aquella época se había puesto de moda el denominado thriller erótico -como ya lo hemos visto con motivo de Zona Caliente (Hot Spot, 1990)-, que se apoyaba en dos aspectos fundamentales: el primero era el deseo del espectador por entregarse a un relato con una buena dosis de expectativas sexuales y el otro en que a pesar de su inverosimilutud, recurría al argumento que su protagonista definía como "la suspensión de la incredulidad", luego de que el detective Nick Curran (Michael Douglas) asume que "debe ser fascinante inventar tantas cosas", a lo que ella responde con una frase lapidaria y determinante: "aprende uno a mentir".


La premisa de la que partía el maestro Alfred Hitchcock para urdir sus acostumbradas intrigas consistía, invariablemente, no en una sino varias mentiras. Así, De entre los muertos (Vertigo, 1958), resulta una de las películas más mentirosas en la historia del cine, y sería la fuente de inspiración para Doble de cuerpo (De Palma, 1984), y Búsqueda mortal (Shattered; Petersen 1991). Tanto su contemporánea Deseo y decepción (Final Analysis, Janou, 1991), como la propia Bajos instintos ocurren, al igual que Vertigo, en San Francisco. Todas estas películas hurgaban en la herencia hitchcockiana para apostar finalmente a la fatalidad de las coincidencias.

¿Por qué la cama en la que Nick y Catherine (Sharon Stone) tienen su primer encuentro sexual es tan parecida a la del rockero asesinado y en ambos casos con un espejo en el techo de la habitación? ¿Cómo puede la sicóloga enterarse de la forma en la que muere en un elevador el compañero del policía en la novela inédita de la protagonista y llevar a cabo el crimen? ¿Estamos ante trampas argumentales o coincidencias improbables? ("Me gusta jugar juegos. Jugar es divertido... Yo no pongo reglas nunca. Me dejo llevar por el momento", advierte Catherine). El final es como aquellas bromas que acostumbraba Brian De Palma en Carrie, extraño presentimiento (1976) y en Vestida para matar (1980), con una diferencia esencial: el picahielos junto a la cama no será un sueño.



Catherine Tramell es una escritora bisexual y muy rica, cualquiera que sea la acepción que se pretenda conferir al calificativo, lo que permite que la trama establezca el contrapunto ominoso de la ficción escrita por ella misma -con el destino shakespeareano de Hamlet: "O no existirá en mi fantasía idea ninguna, o cuantas forme serán sangrientas" (acto cuarto, escena X)-, que se anticipa y presagia el acontecer real, aunque sin alcanzar la premeditación extrema de El cordero enardecido (Le mouton enragé; Michel Deville, 1974) o la complejidad de Providence (Alain Resnais, 1974), que yuxtapone la imaginación del novelista con la veracidad de su entorno. Bajos instintos establece un ambiguo duelo verbal en los diálogos que sostienen sus protagonistas y deja siempre abiertas las opciones para su interpretación. El seductor acoso de la mujer -"Ya se lo dije, dejé de fumar", afirma Nick, "no por mucho tiempo", sentencia ella-, condena al policiá "ordinario, medio jodido", según asume él con sus propias palabras, a una relación tan confusa como ardiente.


Con un guión sumamente elaborado de Joe Eszterhas, por entonces el más caro en la historia del cine -tres millones de dólares, con lo que hasta la fecha ocupa el tercer lugar-, el discurrir dramático se aferra a las pautas clásicas del suspenso al servicio de un relato fílmico en el que no hay descripciones, todo se centra en el impulso constante, violento y sexualizado del transcurso de la acción.


Paul Verhoeven es un cineasta holandés que tras filmar en Europa sus primeros siete largometrajes -uno de los cuales encierra ciertas similitudes con Bajos instintos: en El cuarto hombre (1983) su protagonista es un escritor alcohólico confundido entre lo que imagina y la realidad, supone que el personaje femenino ha asesinado a sus tres maridos previos y teme que también lo haga con el siguiente, de ahí el título; a ella es posible verla con unas tijeras que también nos remite al picahielos de Sharon Stone-, dirigió en inglés Conquista sangrienta (Flesh+Blood, 1985) para luego trasladarse a Hollywood donde realizó Robocop (1987) y El vengador del futuro (Total Recall, 1989), títulos que precedieron en su filmografía a la cinta que ahora nos ocupa.


Para el papel de Catherine los ejecutivos de Carolco habían considerado a Geena Davis, Ellen Barkin, Kim Basinger o Mariel Hemingway, pero Verhoeven abogó porque fuese Sharon Stone, quien había trabajado con él como la esposa de Scwarzenegger en El vengador del futuro. Finalmente la aceptaron con el resultado que todos conocemos. La escena del interrogatorio en la que cruza sus piernas y no lleva ropa interior ha pasado a la historia del cine como una de las que ha suscitado la mayor variedad de comentarios morbosos. A su vez, la película provocó el rechazo de la comunidad homosexual por el rol que juega Roxy (Leilani Sarelle), la amante lesbiana de Catherine, en el crimen.


En una participación menor es posible distinguir a Dorothy Malone. Ella era la dueña de la librería Acme que atendía a Humphrey Bogart en Al borde del abismo (The Big Sleep, 1946). Por supuesto, cuarenta y seis años después.

Bajos instintos cumple cabalmente con la amenaza de la escritora sobre quien nunca deja de girar el eje argumental: "Alguien tiene que morir", ¿Por qué?" -le inquiere Nick-; "Alguien siempre muere", concluye ella con la certeza de un oráculo. Intensa, tramposa y con una saludable dosis de erotismo, esta película sería en su momento el ejemplo más acabado del neosuspenso post-Hitchcock, corroborando que su legado fílmico no pierde vigencia.


Jules Etienne

Este es el vínculo para ver la famosa escena del interrogatorio:
http://www.youtube.com/watch?v=XzBGyHCIKpA

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