En una sociedad regida por el pragmatismo y su obsesión por la eficiencia, no hay espacio para el despliegue de lo mágico, lo extraordinario, la fantasía de la propia vida. Quienes así lo intentan, se ven por lo general obligados a transitar por esa brecha marginal que, desde el entorno racional, suele calificarse como los caminos de la locura.
Cuando Terry Gilliam ya había anunciado la conclusión de su trilogía sobre personajes cuya existencia oscilaba con ambivalencia entre la realidad y el sueño: Bandidos del tiempo (1981), Brasil (1985), y Las aventuras del barón Munchhaüsen (1989), acabó reincidiendo en la mayoría de sus coordenadas fantásticas con Pescador de Ilusiones (The Fisher King, 1991), su segunda y la más fructífera colaboración con Robin Williams.
Inspirado en una de las leyendas más arraigadas en la cultura anglosajona, la del rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda, que ha dado origen a las películas más disímbolas entre sí: el musical Camelot (1967), la refinada hasta el exceso Perceval el Galo (1978), de Eric Rohmer; la extravagancia visual Excalibur (1980), la profunda y poética Lancelot du Lac, de Robert Bresson (1984); hasta el exótico universo virtual de la coproducción polaco-japonesa Avalon (2001); sin olvidar, por supuesto, la parodia desbocada Monty Python y el Santo Grial (1976), codirigida por el propio Terry Gilliam junto con Terry Jones, con un guión en el que ambos participaron. De tal manera que no resulta un tema del todo ajeno a los intereses del cineasta, quien se dio a la tarea de reelaborar la propia leyenda, para convertirla en una metáfora libérrima que se desarrolla en el entorno neoyorquino a finales del siglo XX.
John Lucas es un exitoso locutor radiofónico (Jeff Bridges), quien de modo involuntario provoca que uno de los oyentes de su auditorio salga una noche a disparar contra los comensales en un restaurante, matando a varios de ellos. A partir de esa tragedia, padece una crisis emocional que le provoca el consecuente fracaso profesional. Rescatado por Anne Napolitano (Mercedes Ruehl), propietaria de un modesto videoclub, y siempre cargando con ese sentimiento de culpa inherente a la formación cristiana, conoce a un mendigo disparatado de nombre Parry (Robin Williams), de quien entonces se entera había sido profesor universitario de historia medieval hasta que un demente disparó contra su esposa en un restaurante, hecho que lo desquicia y le conlleva a perder la razón.
Jack intentará redimirse y superar sus fantasmas personales al prestar ayuda a su nuevo amigo para conseguir las dos cosas que éste más anhela: la conquista de una doncella, la tímida Lydia (Amanda Plummer), y rescatar el supuesto Santo Grial de una mansión con forma de castillo en pleno Manhattan.
Con estos elementos, el cineasta construye otro de sus típicos universos de imágenes abigarradas, pletórico de analogías y parábolas. Según Elizabeth Drucker, "Gilliam es arrastrado, internamente, en dos direcciones. Una fuerza es su consumado cinismo sobre el dinero y la gente que lo controla; la otra es su incorregible imaginación". Aunque más contenido que en sus películas previas, una vez superada la locura narrativa de Brasil, permanece fiel a la mayoría de sus constantes fílmicas.
Apoyado en su gran afinidad con el guión de Richard LaGravenese, el cual respetó escrupulosamente, incluso consultando al autor durante el rodaje, el vigoroso desempeño de su reparto, la fotografía de Roger Pratt y una espléndida partitura de George Fenton, Pescador de ilusiones resulta todo un canto a la necedad de vivir.
Jules Etienne
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