Aguirre, la ira de Dios (1972), una fábula alucinante de Werner Herzog.

jueves, 14 de agosto de 2014

Terry Gilliam y Robin Williams: LOS DELIRIOS DEL BARÓN MUNCHHAÜSEN


El caso del barón de Munchhaüsen tal vez represente el mejor paradigma de la realidad transformada en fantasía, desde su fuente literaria original hasta sus numerosas adaptaciones al cine, entre las que destaca por delirio propio la versión de Terry Gilliam (1988), misma en que aparece la imagen insólita del rey de la luna: Robin Williams (quien por entonces todavía no alcanzaba el reconocimiento que recibiría con el tiempo y su crédito en pantalla figuraba como Ray D. Tutto).
 

Y es que el barón de Munchhaüsen existió en realidad bajo el nombre de Karl Friedrich Hieronymus, en la ciudad alemana de Hannover durante el siglo XVIII. Pero este oficial del ejército cuya trayectoria militar nunca superó la mediocridad, fue rebasado por su propia capacidad para narrar sus experiencias en los campos de batalla y sus viajes por el mundo como la exuberante hipérbole de su imaginación. De tal manera que Rudolf Erich Raspe, primero, y Gottfried August Bürger, más tarde, se dieron a la tarea de recopilar y enriquecer las fábulas de una figura que de alguna manera resulta emparentada con Don Quijote de la Mancha y a quien el francés Théophile Gautier le daría un perfil definitivo al que contribuyeron las célebres ilustraciones de Gustav Doré para dotar al barón de un rostro.
 

Por supuesto, la fascinación que el personaje ejerció sobre el cine fue casi inmediata: ya en 1911 el entrañable Georges Méliès filmaría un cortometraje mudo bajo el título de Las alucinaciones del barón de Munchhaüsen (Les hallucinations du barón de Munchhaüsen) a la que sucedieron distintas versiones, algunas de ellas animadas y otras tan notables como El barón de la castaña (1961), del húngaro Karel Zeman. La primera película en colores filmada en Alemania fue precisamente Munchhaüsen, dirigida por Josef von Báky en 1943 y se dice que su producción fue ideada por Joseph Goebbels con el fin de levantar el ánimo del pueblo alemán cuando la guerra ya se encaminaba hacia su tramo final. Ese mismo Goebbels, tan cinéfilo como lo asume Tarantino en Bastardos sin gloria (Inglorious Basterds, 2009).
 

Heredera de la generosa tradición que surge de la fábula oral y pasa por las páginas de los libros para terminar radicando en la pantalla, la película de Gilliam retoma y libera las alucinaciones de su narrador y protagonista (John Neville) fiel a su espíritu disparatado, en frenético vuelo sobre una bala de cañón o viajando a la luna en que tiene lugar el encuentro con la cabeza parlante de Robin Williams -pretexto para esta crónica- y, por alguna razón la escena mejor recordada de toda la película: acudimos al nacimiento de Venus, la belleza de Uma Thurman reminiscente de Boticelli. Todo bajo la óptica libérrima y los desvaríos visuales de un Terry Gilliam cuyas raíces aún se encontraban estrechamente ligadas a las del grupo Monty Python.
 
Jules Etienne

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